Me gustaría ser compositor.
Sentirme en la piel del cantante que se
sienta delante de un estudio y refleja en un papel en blanco su mundo, capaz de
convertir sentimientos en palabras, palabras en música, y música en
sentimientos. Quisiera ser autor, poeta, novelista, filósofo, periodista,
redactor de boletines oficiales…
Si un genio me concediese tres deseos, el
primero sería saber expresar todo lo que me ronda la mente y el corazón. Hacerte
leer mis pensamientos para que vieses todo tal y como ellos lo pintan, no como
esta torpe niña aprendiendo a escribir los intenta dibujar. Ser capaz de sacar
mi mundo a la luz con la misma convicción con que vaga por mis pensamientos.
El segundo sería tener cosas que contar.
No es cierto. Lo que nos diferencia a los
torpes de los virtuosos de la palabra no son las experiencias vividas. Porque
algunos serían capaces de interesarte por su visita al médico, o su viaje al
supermercado.
Ayer hice la compra del mes, tuve que andar
una larga distancia cargando mochila y bolsas abarrotadas y llegué a mi casa
rota. Pon eso en manos de Neruda y te hará unos versos. Lo que no estoy segura
es si tratarían del amor o de mi imbecilidad por ir tan cargada.
Rectifico: el segundo sería darme cuenta de
que cada momento tiene algo que contar.
Porque pasamos la vida delante de la
televisión, oyendo hablar de historias ajenas, reales o ficticias, y
menospreciamos las propias envidiando aquellas que nunca tendremos, nosotros ni
nadie, porque solo existen en la mente de su creador y en las horas de trabajo
de sus personajes. Sentándome a pensarlo, he descubierto que yo también tengo
mis aventuras, mis fracasos, y mis éxitos, mis virtudes que algunos consideran
defectuosas, mis defectos convertidos en ocasiones en virtudes, e incluso mi príncipe
azul esperándome para invitarme a cenar.
El tercer deseo sería poder poner fin a
todo este embrollo mental que he creado.
Concedido.